(Carlos Macías). Para imaginar los contornos de la ciudad de Mérida en la década de 1920, y acompañar la amplia información demográfica y urbana que presentamos en la base de datos, reproducimos abajo una imagen perteneciente a la Mapoteca Manuel Orozco y Berra.
Se trata de un mapa “Ciudad de Mérida y sus colonias”, producido por el despacho de “Ingenieros Constructores y Contratistas, Medina Ayora y Ayuso, para la Oficina de Ingeniería del gobierno del estado. El mapa está fechado en 1920. [Clasif. Mapoteca: CGF.YUC.M24.V2.1533].
Debido a que la reproducción de la mapoteca se hizo con base en un ejemplar impreso que mide 32 por 27 cm. (para una escala 1:10,000), la resolución es un tanto pobre, aunque sí muestra con claridad las colonias y las calles más importantes.
Los linderos urbanos que se aprecian son: al norte: Itzimná; al oriente: Chuminópolis; al sur-oriente: la Vicente Solís; al sur: Dolores Otero; al nor-poniente: la García Ginerés.
Linderos urbanos de hoy
Como imagen de comparación, a primera vista se aprecia el crecimiento acelerado de los últimos años, al incorporarse asentamientos de los alrededores y desbordar las edificaciones los límites tradicionales, más allá del contorno periférico.
El pasado 18 de abril falleció en San Luis Potosí el doctor Alfonso Martínez Rosales. Fue profesor del Centro de Históricos (CEH), de El Colegio de México (ColMex), director de la revista Historia Mexicana y decidido impulsor, por años, del archivo histórico potosino. De alguna manera, ese Archivo Histórico de SLP (dirigido por Isabel Monroy) fue el antecedente de El Colegio de San Luis. Uno ayudó a crear al otro; de la década 1980 a la 1990.
Quienes fuimos sus alumnos a mediados de la década de 1980 nos hemos comunicado por correo electrónico en estos días, para recordar los múltiples ejemplos que cada quien guarda acerca de la generosidad de Alfonso. Nuestra generación: Ignacio Almada Bay (Colegio de Sonora), Jaime Cuadriello (UNAM), Fernando Cervantes (Bristol), Armando Martínez Garnica (Archivo General de la Nación, en Colombia), Francisco Cervantes (BUAP), Antonio Padilla (UAEM), Antonio Escobar, Juan Manuel Pérez Zevallos, Valentina Garza (CIESAS), entre otros.
La remembranza sobre su obra histórica y algunas de sus predilecciones temáticas, la publicó hoy en un medio potosino uno de sus distinguidos colegas: Un erudito varón: Alfonso Martínez Rosales.
Me corresponde escribir estas breves líneas, porque de algún modo formé parte de las generaciones que mayor cercanía registró hacía él, a partir de mi incorporación como secretario de redacción de la revista Historia Mexicana, justo en los años en que la dirigió. Alfonso e Historia Mexicana fueron para mí una escuela paralela a El ColMex, una escuela editorial. Gracias a sus enseñanzas pude crear una revista parecida en el Caribe Mexicano (Revista Mexicana del Caribe), que tuvo reconocimiento (indizada) en la década de 1990 y hasta el 2004, en que dejó de publicarse.
De la misma generación que Rodolfo Pastor, Virginia González Claverán y Flor Hurtado, entre otros, Alfonso estudió Derecho en la UNAM e Historia en El Colegio de México. Todo el tiempo en que vivió en la Ciudad de México, permaneció en una habitación de alquiler en la casa de la señora Infante, muy cerca de los Viveros de Coyoacán. La señora Infante lo adoptó, podría decirse, hasta mediados de la década del 2000.
Fue contratado como profesor de tiempo completo en el CEH de El ColMex en 1982. Casi al mismo tiempo en que ingresaron Rodolfo Pastor, Virginia González Claverán y el profesor Carlos Sempat Assadourian. La tesis de Alfonso la dirigió -si la memoria no me falla- el Dr. Elías Trabulse. Todos ellos, además de Moisés Gonzalez Navarro, Jan Bazant, Romana Falcón, Anne Staples, Dorothy Thank, Alicia Hernández, Lorenzo Meyer, Clara Lida y, desde luego, Bernardo García Martínez, fueron los profesores de nuestra generación. (Externos: Juan Carlos Garavaglia y Carlos Martínez Marín)
Como ocurre en El ColMex con los colegas que trabajan la vida colonial, Alfonso no se identificaba con la historia contemporánea. (Además, siempre corregía: no es colonial, es virreinal; se entiende el fuerte contenido que revelaba esa expresión). Pero si no congeniaba con la historia contemporánea, mucho menos le interesaba la trayectoria de Plutarco Elías Calles, que tomé como objeto de estudio por aquellos años, con la simpatía de la profesora Romana Falcón. Con todo, en justicia, debo decir que siempre le intrigó el origen de la persecución religiosa que desató Calles en el país. Tenía una hipótesis muy aventurada y personalísima, relacionada con el papel que hubieran desempeñado los curas en la infancia de Plutarco. Apenas lo escuché, por entonces.
Cuando Alfonso fue designado director de Historia Mexicana por la doctora Berta Ulloa, responsable del CEH, me invito a hacer equipo editorial (dos), a participar como redactor para poner al día los números atrasados. De inmediato contesté, con entusiasmo, afirmativamente.
Alfonso acababa de publicar el libro que logró el mayor reconocimiento: El gran teatro de un pequeño mundo. El Carmen en San Luis Potosí, 1732-1839. Se unió por entonces a los títulos creados por su generación: sobre la Mixteca (de Pastor) y sobre la Expedición Malaspina (de González Claverán). Poco después apareció Los pueblos de la Sierra, del profesor Bernardo García Martínez, un título novedoso, tan sencillo como esencial -según la expresión de Alfonso-.
En 1984, en el segundo semestre del programa, un laborioso y discreto profesor peruano del CEH, Luis Muro, nos dio un excelente curso de Paleografía. También era responsable de Historia Mexicana. Falleció en algún momento de 1986 y la publicación se rezagó casi tres números. La muerte de Muro lo sorprendió cuando iniciaba la preparación del 142, y se planteaba un gran índice con múltiples entradas de la Revista. Entre 1986 y 1988, si mal no recuerdo, Alfonso y yo trabajamos con intensidad para cerrar al día con el número 150. De modo simultáneo, Alfonso se impuso el reto de elaborar el índice y dar cuerpo a la Bibliografía Histórica Mexicana; salió poco después del número 150. La maestra Berta Ulloa y los integrantes de la Junta de Profesores del CEH le hicieron entonces un justo reconocimiento.
Es posible que, por su formación religiosa y por su pasión por la historia del arte (por la arquitectura en particular), Alfonso haya tenido cierta visión conservadora. Para nosotros, era un atractivo más. La naturalidad en la admiración del pasado virreinal, de sus instituciones y de sus obras. No había alumno que no valorara y admirara su alta capacidad para contrastar y desnudar con irreverencia aquellas convenciones académicas y sociales más exquisitas. En pleno Colegio de México. Por su forma de conversar y por su visión del mundo -y eso fue lo que le granjeaba estimación inmediata entre los jóvenes-, Alfonso era todo lo contrario a la imagen del académico cortado por la misma tijera del Ajusco. (No imbuido en el ambiente de la consagración, ni creyente en el monumento a la sapiencia de lo central). Fue un provinciano en el entonces DF, y lo fue por placer y en especial por provocación elaborada. Siempre tuvo todos los atributos, en suma, para agenciarse la simpatía inmediata de la cuadrilla menos contemplativa de cada generación.
A casi todos los alumnos de sus generaciones nos llevó a visitar los recovecos del ex convento del Carmen, en San Ángel, Ciudad de México, y nos procuró la excursión grupal a San Luis Potosí, para comparar en detalle la magnificente arquitectura de origen barroco del XVIII.
Celebro haber tenido la oportunidad de acompañarlo para conocer algunos rincones históricos olvidados en la Ciudad de México (que en mi infancia no aprecié), y de haber conversado en su compañía con profesores que dejaron amplia escuela: visitamos en la colonia Condesa a la maestra María del Carmen Velázquez, ex directora del CEH (convaleciente, entonces), y cerca de la avenida Miguel Angel de Quevedo, al admirado maestro Jorge Alberto Manrique (fallecido hace tan sólo cinco meses). También aprecio haber recibido su respaldo para consultar documentación local, en la ex hacienda Bocas, en San Luis Potosí, que me permitió concluir un artículo que me había encomendado el profesor Jan Bazant (sobre la familia Rul), que por cierto apareció referido en la segunda edición de Cinco haciendas mexicanas.
La vida de los seres humanos se mide, con el paso del tiempo, en obras heredadas. Queremos pensar que Alfonso Martínez Rosales debió pasar los últimos años muy satisfecho en San Luis Potosí. Porque es evidente que, tanto en la historiografía local, como en la historia editorial de El Colegio de México y en el recuerdo de las generaciones que supo conducir hacia el trabajo histórico serio, Alfonso hace rato que tenía un lugar distinguido.
Al cumplirse 100 años del arribo a Yucatán del enviado militar de Venustiano Carranza, Salvador Alvarado, podría resultar de interés recuperar aquellos episodios personales, que contribuyeron a afianzar sus puntos de vista sobre la dirección idónea que debieran tener las reformas del país.
La relación de amistad del joven Salvador Alvarado con la familia de Plutarco Elías Calles, a través de un episodio escasamente conocido, contribuye a comprender la dinámica de incorporación norteña a la causa constitucionalista, a partir de la temprana participación militar de los dirigentes opuestos al gobierno de Victoriano Huerta. Se trata, en estas breves líneas, de un episodio casi familiar (en 1913), donde figura el “voluntario” Salvador Alvarado y el comisario maderista de Agua Prieta, Plutarco Elías Calles.[1]
Febrero de 1913. Agua Prieta, Sonora
La caída de Madero provocó en Sonora una rápida diferenciación zonal, expresada en la ruptura definitiva de las fuerzas locales con el mando federal. En este estado se contaba con el antecedente de una columna de jóvenes dirigentes que combatirían en Chihuahua al movimiento de Pascual Orozco. Esta columna se aprestaba a respaldar al maderismo en la serranía chihuahuense.
La existencia de estos jóvenes maderistas sonorenses, contribuiría, en su momento, a robustecer en Sonora cierta actitud antihuertista y, de paso, a atizar las conciencias contra todo atentado a la soberanía estatal y a la dignidad de los sonorenses que pudiera cometer Victoriano Huerta.
Y es que el solo hecho de que la guardia federal tomara partido, en febrero de 1913, por la nueva autoridad nacional (Victoriano Huerta), la ponía ante la opinión pública local como profanadora del orden interno sonorense.
Los acontecimientos derivados de la Decena Trágica sorprendieron al gobernador José María Maytorena sin ejercer ningún control sobre las poblaciones fronterizas de Naco y Nogales, ni de la ciudad colonial del sur Álamos. Tales sucesos lo hallaron también con una irregular pero belicosa tropa nativa y un sinnúmero de entusiastas anti golpistas. Sin embargo, el gobernador Maytorena se ausentó del estado en los momentos en que los constitucionalistas más lo necesitaban. “Tengo que hacer un viaje a Estados Unidos -confió a sus amigos- para atender mi salud con un especialista […], y para estar presente en la operación que va a sufrir una hija mía.”
Cualesquiera que hayan sido las razones de Maytorena para separarse de la gubernatura amparado en una licencia, lo cierto fue que al tomar posesión el interino Ignacio L. Pesqueira y meditar acerca del desconocimiento de Huerta, el único asidero a nivel nacional lo constituía el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza. Si éste ratificaba la decisión tomada por su Congreso, en el sentido de no reconocer al nuevo presidente de la República, Sonora no estaría sola.
En lo interno, el día del debate en la Cámara local para decidir sobre el reconocimiento o no de Huerta, las circunstancias parecían ir empujando a la rebelión: el presidente municipal de Fronteras, el profesor Aniceto Campos, había desarmado a la guarnición federal; las autoridades de Cananea no paraban de vociferar contra Huerta; Álvaro Obregón ya pedía autorización para soltar a sus “dragones”; Plutarco Elías Calles se encontraba coordinando desde Douglas la contratación de voluntarios; y como intérprete de todos ellos, Salvador Alvarado se plantó ese día en la puerta del recinto legislativo, para advertir a los diputados –como señala Héctor Aguilar Camín-: “Si ustedes reconocen a Huerta, nosotros los desconoceremos a ustedes y a Huerta”.
En tal ambiente, la determinación sonorense de “desconocer la personalidad del general Victoriano Huerta como presidente interino de la Republica Mexicana” no sólo atendió el sentir de los pobladores, “dignos, abnegados, valientes, fraternales y patriotas” (como señaló la proclama del gobernador interino), que en todo caso eran mayoría en ese estado como en muchos otros, sino que también era la expresión de una medida racional que consideró el cálculo de las probabilidades de supervivencia (su situación geográfica, la posesión de puntos fronterizos, la relación de fuerzas, etc.), y que tenía su correlato doctrinario en el retorno al orden constitucional, en la reivindicación de la figura de Madero.
El gobernador de Chihuahua, Abraham González, quizá pudo también haber desconocido a Huerta, pero se le anticiparon: un general federal lo apresó y lo asesinó. En los hechos, como se sabe, sólo los gobernadores de Sonora y Chihuahua no reconocieron al “nuevo presidente”. El decreto del gobernador interino Pesqueira sólo sería el prólogo: el 26 de marzo, en la hacienda coahuilense de Guadalupe, el gobernador Carranza concentró la lucha nacional contra Huerta y expidió un plan político donde lo acusaba del “delito de traición para escalar el poder”. En poco tiempo la resistencia sonorense se sumaría a él.
A esas alturas la determinación maderista de los jóvenes dirigentes sonorenses era incuestionable. La fuerza del destino empezaba a incorporarlos en lo que andando el tiempo resultó ser toda una generación de revolucionarios que llegaría a encumbrarse en el centro mismo de la política nacional; una generación que estaría respaldada, en la mayoría de los casos, por el prestigio militar y, en la minoría de ellos, por la habilidad política.
Tales aspectos se vuelven dignos de atención cuando se busca la cuna del caudillismo y de la proyección política individual. Por oposición, no menos digna de observarse es la forma en que los políticos locales, los tesoneros opositores desde el Porfiriato (los maderistas de ideas estrictamente), quedarían entrampados en las jornadas por venir, al no participar en las campañas y permanecer alejados del lenguaje de las balas. Los hábitos aristócratas de un Maytorena, por ejemplo, al resistirse a abandonar la administración de sus propiedades (extensas haciendas en el valle de Guaymas) y privilegiar sus viajes de negocios y de familia a Arizona, de poco servían para ingresar con éxito en los azares de la movilidad política que ofrecía la guerra. En aquella verdadera escuela sonorense, estimamos que Álvaro Obregón, Salvador Alvarado y Plutarco Elías Calles estaban aprendiendo a reunir, a alternar, destellos de habilidad política (firmeza, lealtad, prudencia) con el prestigio (justificado o no) de cabecilla militar.
En el caso de Plutarco, con la ventaja de haber obtenido por las líneas de Douglas las más fieles noticias de los acontecimientos acerca de la deposición de Madero, tomó desde el principio el camino de la condena frente al desconcierto del jefe de la fuerza federal, Pedro Ojeda.
El general Ojeda, un duro militar oaxaqueño entregado a la disciplina y a la devoción profesional, oficial porfirista, había encontrado en Plutarco, si no una amistad, sí la franqueza reciproca, la cual pudo contribuir al orden local durante los últimos tres meses y medio (noviembre, 1912-febrero 1913). Pues bien, al conocer el general Ojeda el comunicado-advertencia de Huerta a los gobernadores del país, toleró comprensivamente un arrebatado telegrama de Plutarco al gobernador, en donde lo exhortaba a levantar en armas al estado.
Ojeda depositó su confianza en el hecho de que Maytorena se cansaba de repetir que sería “castigado severamente todo el que [intentase] trastornar el orden”.
No pasó de un regaño -como dice el carrancista Alfredo Breceda- la respuesta del general Ojeda al resuelto mensaje del comisario. El hecho es que la mañana en que Ojeda se enteró de que se preparaba un levantamiento contra la guardia federal de Fronteras y que el comisario de Agua Prieta estaba teniendo conversaciones con las autoridades de ese lugar para concertar posteriores agitaciones, mandó apresar a Plutarco. Sólo que éste había huido apresurado la noche anterior, el domingo 23 de febrero.
El general Ojeda comprendió entonces que se iniciaba una guerra prolongada y resolvió enfrentarla, como debía ser, sin disputa ideológica y sin chantajes -la probidad castrense como herencia-: proporcionó un carruaje especial para que esa fría madrugada abandonaran el pueblo (adviértase lo que arriesgó Plutarco) la esposa del comisario y sus ocho pequeños con rumbo a la estación del tren que iba a Douglas y luego a Nogales, a casa del suegro, don Andrés Chacón.
Salvador Alvarado: “¿andaremos haciendo mal?”
El general Ojeda y todo el pueblo de Agua Prieta sabían que la casa del comisario Plutarco se había convertido en un lugar de reunión de los dirigentes anti huertistas de toda la zona norteña de Sonora.
El último que acudió a esas pláticas fue Salvador Alvarado. Por considerarlo representativo del clima de angustia de preguerra, nos permitimos reproducir el vívido testimonio que de aquella visita nos proporcionó doña Hortensia Elías Calles (en una entrevista que sostuvimos con ella en 1989). Tencha era, entonces, una pequeña que esperaba la celebración de su cumpleaños número ocho.
Corrían los días en que los anti huertistas estaban a punto de levantarse. Mi papá se fue y le dejó dicho a mi madre que iba a reunirse y a platicar con los agricultores y rancheros de los alrededores, para avisarles que probablemente en pocos días se debían organizar para resistir en armas. También le encargó que si llegaba su amigo Salvador Alvarado lo recibiera con discreción y le avisara de cómo y cuando se iban a levantar.
Salvador Alvarado se quedó con nosotros la noche en que llegó a Agua Prieta, cuando el general Pedro Ojeda mantenía bajo guardia federal la frontera. La mañana siguiente, muy temprano, se escapó del pueblo sigilosamente, pues por ahí estaba el general.
Recuerdo que aquella noche mi mama se sentó en la cabecera de la mesa y Alvarado en el extremo opuesto. Alicia, mi hermana, estaba en una sillita y en seguida mis tres hermanos, Ernestina y yo. Mi mamá empezó a servir la cena y preguntó a Alvarado:
-¿Quiere carne con papitas?
Él apenas pudo responder con voz baja y entrecortada:
-Sí, Natalita.
Cuando mi mama le preguntó eso, todos vimos que Alvarado tenía el rostro inclinado con la vista clavada en la mesa. Estaba llorando. Por unos minutos todos guardamos silencio. Artemisa, la más pequeña, jugaba muy cerca de nosotros y sólo se oían sus ruidos. Fue Alvarado quien rompió el silencio:
-Es que al verla a usted aquí, Natalia, con sus hijos, pensar que vamos a dejar a nuestras familias con Ojeda y todos esos… Me pregunto si no andaremos haciendo mal en esto, dejando a nuestras familias desamparadas.
Salvador y Plutarco abandonaron, entre enardecidos y esperanzados, aquella pequeña ciudad fronteriza. Olvidaron para siempre, a los treinta y tantos años de edad, el interés por ganarse la vida en el comercio o en la minería. Se ocultaron unos días en Douglas y establecieron contacto con los más distinguidos maderistas de la zona, como el prefecto de Moctezuma, Bracamonte y las autoridades municipales de Cananea (antiguos dirigentes obreros) Manuel M. Diéguez y Esteban Baca Calderón. Allí prepararon la reconcentración de todos los voluntarios de Agua Prieta y sus alrededores, y la posterior cita en Bavispe.
Por supuesto que Salvador y Plutarco -y reiteramos la idea- eran ajenos a las circunstancias que harían de ellos protagonistas del carrancismo en el estado (los mitos biográficos exigen hombres de trayectoria lineal, enérgicos y predestinados).
Sus pasiones parecían menos ideológicas que partidistas; era ya como aquella espiral de encono que se experimenta contra cualquier antagonista en tiempos de guerra. El veterano y calculador general Pedro Ojeda, sin pensarlo mucho, nombró en lo inmediato un comisario sustituto para Agua Prieta. La revolución en Sonora, como proceso anticipado de la Revolución constitucionalista en México, cundió en todo el norte del país.
La revolución de los sonorenses tendería su influencia hasta el extremo sur oriental del país. Cierto. Nada edificante resultó el modo en que el ya general Alvarado arribaría a la Península a principios de 1915. Se diría, a sangre y fuego, con la intención de “recuperar” para el carrancismo los generosos recursos fiscales de Progreso, en un contexto de auge del mercado del henequén. Quizá lo más relevante para la historia regional, haya sido que inauguró un modelo de gobierno basado en la reforma social que dejó huella en Yucatán y que estímuló el crecimiento de los creativos dirigentes locales, con hambre -también- de reformas, en un contexto económico afortunado, durante y después de la primera guerra mundial.
[1] Este texto está basado en fuentes de investigación empleadas en el estudio biográfico de Plutarco Elías Calles, publicado por el autor.